Llego a casa con los hombros cubiertos de maquillaje, tanto que podría juntarlo en pequeños frascos y hacer una fortuna con ellos. Sin embargo, a pesar de tener contacto frecuente con la gente, a veces me pregunto ¿cuándo habrá sido la última vez que la persona frente a mi recibió un abrazo sincero? ¿cuándo fue la última vez que lo recibí yo?
Hoy más que nunca la tecnología nos ha facilitado el contacto en sentido figurado, pero nos ha alejado en el literal. De esta forma, lo que ha sido un avance significativo, también es un retroceso que ha eliminado el deseo entendido como ese impulso que cohabita entre la razón y la emoción que nos impulsa a buscar lo que aún no se tiene.
Pensémoslo de esta forma; antes de que existiera la tecnología como la conocemos, prácticamente todas las formas de comunicación requerían de cierto nivel de esfuerzo, y, por lo tanto, de deseo para llevarlas a cabo. Dicho esto, una carta implicaba escribirla, enviarla, esperar a que llegara. Ver a una persona requería tiempo, traslado, dinero, etc. Con el desarrollo tecnológico, esas barreras han disminuido o se han eliminado.
Dicho lo anterior, en el afán de eliminar la ansiedad que provocan las barreras, hemos facilitado el acceso a prácticamente todo, sin embargo, lo que se ha auspiciado es la transformación del malestar a la necesidad de inmediatez. De esta forma, estamos generando sociedades con niveles bajos de tolerancia a la frustración, sin deseo de esforzarse y con poca capacidad de valorar las cosas, incluido el valor de la interacción humana.
Por lo anterior, quizá haga falta volver a generar ese espacio o barrera entre el querer y el tener, para reactivar el deseo de estar.


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