Hoy más que nunca vivimos en tiempos de zozobra. La muerte reciente de José Mujica marca el fin de un estilo de liderazgo muy poco visto en una América Latina, donde la mayoría de los que en algún momento lucharon por intentar mejorar las condiciones de vida de sus pares, sucumbieron al oropel, la corrupción y al autoritarismo que algún día juraron desterrar. De esta forma, los ideales que en el pasado fungieron como vehículos de fe, fueron convertidos en mecanismos de propaganda para perpetuarse en el poder.
Por otro lado, la política dejó de ser un vehículo de cambio y se volvió un teatro donde la ideología es solo la vestimenta de quienes han aprendido que la permanencia vale más que la verdad. Y mientras los discursos continúan resonando, la esencia de aquello que una vez fue puro, sigue diluyéndose en la estrategia, en la conveniencia y en la necesidad de no perder el asiento desde el cual todo se controla.
Todo lo anterior no solo implicó actos de incongruencia mayúsculos, también devino en regímenes que provocaron un deterioro significativo en la calidad de vida de quienes en algún momento confiaron en ellos. Por esta razón, a diferencia de muchos de sus pares, el expresidente uruguayo se diferenció al ejercer una pasión genuina por la justicia y el progreso, sin reemplazar los discursos pulidos por consignas vacías y repetidas con la precisión de un eco programado. También procuró que los símbolos, antes emblemas de resistencia, fueran tomados y moldeados para servir como estandartes de continuidad y como espejismos de una lucha que ya no existía.
“Pepe” Mujica nos enseñó que en tiempos como los que vivimos, ser congruente es más revolucionario que cualquier movimiento armado. Su ausencia dejará un vacío muy importante en la orquesta de las izquierdas latinoamericanas. Quizá Boric aproveche ese espacio para recordarnos la importancia de tener un liderazgo con enfoque social que promueva los valores democráticos que hoy más que nunca se encuentran en peligro de extinción.


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